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La Larga noche de Parda

Estuvo ahí gran parte de la noche contemplando el cielo y las estrellas.

La Larga noche de Parda
María Teresa Bernal Cabello

No había sido fácil. Tantas noches sola, tantas noches en vela y sin poder dormir con su ama.

Si algo detestaba Parda, esta gata cuyo nombre se debía a su pelaje, era estar sola de noche y la situación era cada vez peor.

¿Qué había pasado? Antes su ama la consentía mucho, incluso en exceso, hasta el punto de causarle fastidio. Siempre la dejaba dormir sobre ella e incluso estando acostada. ¡Qué felices aquellos días en que ella la perseguía sólo para cargarla y darle un abrazo!

Y aun así un día, de repente, trató de subirse a ella, pero fue distinto. Ella gritó y la corrió con un empujón. “Me lastimas”- le dijo. Al parecer, aunque no entendía bien el problema, su ama se había lastimado y ya no podía cargarla ni permitir que se le subiera encima.

Conforme los días pasaron la situación fue empeorando pues el perro, que había estado viviendo en el patio, comenzó a frecuentar más la cocina y la sala. Ambas estancias estaban conectadas y
era allí donde ella y las otras tres gatas que vivían en esa casa tomaban las comidas especiales como atún o jamón, donde tomaban el sol y dónde veían películas con la familia, pues la tele estaba ahí.

Pero desde que el perro llegó ya no las dejaban entrar y todo esto acabó. No más atún en la cocina, no más tomar el sol en las mañanas o ver películas.

Su ama dejó de verla y ya sólo se dedicaba a consentir a ese perro ruidoso. Ese perro grande que por cualquier cosa se ponía a ladrar y a aullar y que cada vez que veía a una de ellas salía corriendo como un loco a perseguirlas.

Su frustración por ya no poder estar con su ama y su miedo a ese animal al final la vencieron y Parda comenzó a apartarse cada vez más. Las otras gatas pasaban por lo mismo, pero no parecía afectarles, al menos no tanto como a ella.

Así pues, las noches eran el peor momento para Parda pues no podía dormir con su ama y lo único que le quedaba era vagar de un lado a otro sola y sin saber qué hacer.

Las horas pasaban lentas y tediosas y el silencio era profundo.

La casa era grande y fría y por enfrente no dejaban de pasar los coches. ¡Qué duro era estar así!

Sola, con frío y con miedo a que el perro saliera de la cocina y comenzara a perseguirla.

Ya antes se había encontrado con él, en intentos desesperados por estar con su ama en la sala y siempre era lo mismo. Se ponía a chillar e iba tras de ella como un loco. Detestaba y temía a ese perro.

Sin embargo, una noche, cuando por ser 15 de septiembre no dejaban de lanzar cohetes, Parda sintió tanto miedo que deseó poder hablar con alguien, pero ¿con quién? Las otras gatas estaban tan dormidas como los humanos.

Fue entonces que se dirigió a la puerta de la cocina y, aunque algo dudosa, maulló claro y fuerte:
- ¡Perro! ¿Estás ahí?
Desde adentro se oyeron los gritos intensos del susodicho:
- ¡Gatooooo! ¡Gato! ¡Gato! ¡Gato!
- ¿No tienes miedo de los cohetes? Yo sí – le dijo Parda ignorando el alboroto que el perro hacía.
- ¡Gato! ¡Qué alegría! Sí, también tengo miedo, pero me alegra mucho hablar contigo.
- Por cierto, ¿qué haces aquí? ¿No que ibas a vivir en el patio?
- Me metieron. ¿No te gusta que esté aquí?
- ¡Claro que no! No me dejan entrar desde que estás aquí. Además, siempre que entro me persigues.
- No lo puedo evitar. ¡Me caen tan bien los gatos!
- ¿En serio? – preguntó incrédula la gata.
- Sí, de hecho, donde yo vivía consiguieron un gato, pero tampoco le agradé al parecer. Tal vez por eso me abandonaron en la estética.
- Pues espero que mi familia haga lo mismo - le dijo la gata molesta.

- No digas eso – contestó el perro con tono deprimido. Me gusta aquí. Cuando me escapé de la estética me sentía muy solo y me emocionó mucho encontrar a esta familia. Trataré de mejorar mi actitud, lo prometo.

Los cohetes pararon y Parda, ahora más calmada, decidió terminar la conversación. El pobre perro quedó sin respuesta. Pero en su mente, Parda ya tenía una: “Tal vez ese perro merezca una oportunidad”

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Encuentro en la librería

Corres con desesperación en la noche

Murales del Ex Convento de San Agustín en Atotonilco El Grande , Hidalgo, México. Foto de Fernando García Álvarez.

Encuentro en la librería

María Teresa Bernal Cabello

Corres con desesperación en la noche, el corazón parece querer saltar de tu pecho.

No puedes más, así que paras y te refugias en la primera tienda que ves. Ésta es una de esas librerías de libros viejos de la colonia Roma. Está oscuro, sola. Sin embargo, el olor perfumado de los libros viejos es como una extraña compañía.

– ¿Quieres comprar algo? – oyes que alguien dice detrás de ti.

– No gracias – contestas – Sólo voy de paso. Además, no traigo dinero.

– ¿No quieres al menos revisar si algo te interesa? Por si quieres comprar algo la próxima vez.

¡Ojalá hubiera próxima vez! No puedes decirle que no, pero con la oscuridad no se puede ver nada.

– ¿Tiene una luz?

– No

Prendes la linterna del celular y revisas los libros.

– ¿Estás bien? ¿Qué te sucede?

Probablemente notó tu agitación.

– Me vienen siguiendo. Sabía de ellos y de lo que habían hecho. Pensé avisar, pero me empezaron a perseguir. Por eso me escondí aquí.

– Aquí estás a salvo. Al menos físicamente.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿No sientes culpa de dejar que se salgan con la suya sin decir nada?

– Apenas salga corro peligro de que me maten.

– Pero tu conciencia estaría más tranquila.

– Es fácil decirlo. Me aterra.

– A mí también me aterraba cuando vine aquí, pero tuve que confiar.

– ¿A qué se refiere?

– Yo vivía en el estado de Aguascalientes, pero enfermé y tuve que venir a la ciudad para que me trataran. Dejé a mis hijos, a mis amigos, todo. Confío en que están bien y en que el tiempo que pasé con ellos fue valioso.

Murales del Ex Convento de San Agustín en Atotonilco El Grande , Hidalgo, México. Foto de Fernando García Álvarez.

Ambos callan. En la librería se hace un silencio de muerte.

– Me gusta este libro – le dices.

Y señalas una novela de Dickens.

– Cuando quieras puedes volver por ella. Yo te la apartaré y te la daré cuando por fin nos veamos.

No puedes evitar reír al pensar en que aquel hombre y tu sólo se han conocido por la voz.

Con el ánimo más calmado, sales de la tienda y respiras profundamente el aire de la noche. Poco después corres.

Cuando regresas, el sitio está lleno de luz y justo en uno de los muchos estantes se encuentra aquel hombre alto, aunque encorvado, de pelo cano, rostro delgado y expresión bondadosa.

– No tardaste nada – te dice – ¿Resolviste tu asunto?

– Si, ya está resuelto. Gracias.

– Aquí está tu novela.

– ¿Cuánto le debo?

– Para nosotros todos los libros son gratuitos. No te preocupes.

Ambos toman un libro y comienzan una larga lectura.

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Puente

Recuerdo haber sentido un extraño impulso por cerrar la ventana …

Atardecer en Mazatlán, Sinaloa, México. Fotografía de Fernando García Álvarez.

Puente

Natasha Muñoz Tejada

Terminamos en el largo tren de 7 vagones con rumbo a la costa este. La algarabía era agradable, la gente iba acompañada de sus madres, padres, hijos, hermanos, parejas y amigos y la atmósfera era inmensamente amorosa. Podían verse botellas de vino espumoso sobre las mesas junto a las ventanas; hermosas mujeres y hombres con sus uniformes azul marino, ajustados y sus pequeños gorros, atendían a la gente con una dulce sonrisa, llevando y trayendo platos con comida, alguno que otro jugando con un niño.

Yo iba con mi abuela, me preguntaba trivialidades de la escuela, conversábamos sobre el amor y otros demonios con alas blancas. Era el momento para platicar de nada en particular  y de todo lo que tiene sustancia, porque, a pesar de que el tren era el medio para llegar a esa blanca playa que venía en los flyers, daba la impresión de que el destino final era continuo y se estaba viviendo en esas 7 cajas de acero marchando a 250 kilómetros por hora, y que cuando parara la marcha, también pararían nuestros corazones. El trayecto iba a durar cuatro horas e iría desde el centro, atravesando la pequeña estepa, que en esas fechas del año estaba teñida de castaños, rojizos y rubios, para finalmente desembocar en las purificadoras playas.

Recuerdo haber sentido un extraño impulso por cerrar la ventana de los pasajeros frente a nosotras; afuera la temperatura seguramente era alta pues el sol deformaba el horizonte, sin embargo, un ventarrón empezaba alzar la tierra rojiza y se arremolinaba a los costados del tren. Me levanté de mi asiento y me acerqué a nuestros vecinos de cabina, los saludé con una sonrisa y señalando su ventana les pedí que me dejaran cerrarla, pues amenazaba  la tierra con enterrar sus copas de vino. Sonrieron y tras un suave ademán con los brazos me permitieron cerrarlas minutos antes de que diminutas piedras empezarán a percutir contra los cristales; los demás cerraron sus ventanas también y todo continuó con naturalidad, bebíamos, reíamos y disfrutábamos.

El ventarrón arreció, y grandes manchas de sombra empezaron a cubrir el árido paisaje. En cuestión de minutos la apoteósica atmósfera que habíamos creado empezó a viciarse de un humo invisible que al entrar a mis pulmones produjo una contracción en los músculos de mi rostro que seguramente me hizo ver desesperanzada. Me encontré sumergida en silencio y mientras mi abuela tomaba mis manos por encima de la mesa con una expresión igualmente angustiada, a mi alrededor el resto de los pasajeros en sus respectivas mesas también se miraban consternados hablando el idioma universal de unos ojos rotos de incertidumbre. Gotas caudalosas de lluvia humedecieron la tierra que antes se alzaba a nuestros costados, el tren aceleró haciendo que la lluvia se deslizara sobre la horizontal de las ventanas. Los niños gritaban, a lo lejos se escuchaba el llanto de un lactante y a nuestro costado la amable pareja que me permitió cerrar su ventana, ahora estaban apretados uno contra el otro en un doloroso llanto. El paraíso móvil que habíamos construido en un par de horas se convirtió en un pandemónium en unos minutos.

El tren paró, no sabía qué esperar y el llanto pronto se apoderó de mí sin poder impedirlo. Todos nos levantamos de nuestros asientos de forma instintiva y nos apresuramos hacia las ventanas del lado derecho. Frente a nosotros había una zona de juegos metálicos carcomida por el tiempo; bajo el raudal de la tormenta los oxidados columpios se mecían con fuerza y las dos resbaladillas se convertían en furiosas cascadas de agua que en un segundo se tornaron en ríos de sangre; la tierra cobriza se encendió en un intenso carmín; una película   de sangre cubrió las ventanas y convirtió la cabina en un cuarto rojo. Los aullidos y gritos alcanzaron la cumbre de la desesperación y tras el mórbido coro las luces del tren se apagaron. Fuimos una masa de carne, mocos y lágrimas. Una sola masa y nada más.

Atardecer en Zaachila, Oaxaca, México. Fotografía de Fernando García Álvarez.

Cuando las luces se encendieron, escampó la lluvia roja. Muchos tenían los ojos sellados con lágrimas y otros tantos, con los ojos bien abiertos, comenzaron a mirar bajo las mesas, moviéndose de un lado a otro, gritando nombres: hacía falta gente. Mi abuela estaba a mi lado y al vernos nos abrazamos con fuerza, sin querer soltarnos pues en nuestras cabezas ya hacían eco los nombres que no tendríamos que buscar. Una mujer gritó “¡Camí!” de una forma tan estridente que todos voltearon hacia donde ella estaba con la mirada dirigida al exterior. Nos volvimos a amontonar junto a las ventanas, aquella imagen fue la encarnación  de la desesperanza: niños en los columpios empapados de sangre, gente de pie esparcida a lo largo y ancho del terreno de juegos, inexpresivos, goteando ese denso líquido sobre el charco bajo sus pies. Uno de ellos rompió el estático escenario, demudó en una expresión iracunda, y con un grito bestial se abalanzó hacia el tren chocando contra una rueda dándose así un golpe certero que acabó con su vida. Todos retrocedimos y una vez más regresó el caos. Me apresuré a cerrar la puerta que conectaba nuestro vagón con el contiguo, a lo que una mujer respondió tomándome del cabello y jalándome hacia atrás, sus  hijos habían quedado del otro lado, sin embargo yo no era la única que había pensado en sellar todas las entradas y una pareja de hombres me ayudó a zafarme de sus furiosas manos; entendía su desesperación y aún al recordar la escena desearía no haber sido yo quien cerró las puertas, pues en su lugar las habría mordisqueado como un roedor hasta macerarlas. Tras el repentino palpitar de su temporal pérdida, me volví para buscar a mi abuela que estaba junto con otra mujer y su hija bloqueándole el paso a un adolescente que quería aventarse por la ventana, pues su madre había sido una de las ensangrentadas pasajeras que aún permanecían en insólito estupor al exterior. Los que teníamos a nuestros familiares en el vagón, por suerte la mayoría, retuvimos a los que los habían perdido con la  tremenda carga de saber que ellos pudimos haber sido nosotros.

Un rato después, se aproximaron 12 camionetas grandes y blancas a los familiares rojos. De ellos bajaron una horda de extraños individuos portando tyveks y máscaras de gas. Los primeros se llevaron a los niños de la mano, a otros los cargaron. Algunos hombres fueron escoltados por dos de estos seres sin rostro, y a las mujeres las condujeron rodeándolas con el brazo, con gesto casi fraternal y así, uno a uno, los fueron subiendo a las camionetas. Los gritos al interior de los vagones eran insoportables; madres, hijos, amantes y amigos suplicaban que los dejaran salir. El tren volvió a emprender la marcha.

Dentro de nuestro vagón había cuatro personas que habían perdido un familiar, entre ellos Kevin, nuestro custodiado muchacho de 17 años que habría pasado las vacaciones en la playa de no haber sido por el apocalíptico escenario que había planteado el fatal camino.

Una pareja había perdido a su hijo pequeño y para retenerlos hicieron falta siete personas. Finalmente, la mujer que antes me había tomado el cabello, seguía bajo la supervisión de la pareja de hombres. Nos aproximábamos a la playa, el horizonte lo delineaba un azul intenso y las gaviotas surcaban el cielo próximo, rozaban el mar lejano.

El celular de Kevin empezó a sonar y con un movimiento desesperado sacó su celular del bolsillo y contestó la llamada: era su madre. Le contaba que las habían llevado a una torre grande, muy limpia, que las paredes eran de un grueso cristal y que los agentes que se los llevaron eran investigadores, estaban en unos laboratorios, les habían dicho que querían ayudarlos pues estaban infectados. Kevin lloraba a raudales, le preguntó que si le habían dicho qué había sido aquello y a qué se refería con infectados, ¿infectados de qué? Se acercaron más personas a escuchar la conversación desbalanceada, con los balbuceos húmedos de Kevin y la inesperada serenidad de su madre, “Estoy bien, mi amor. La sangre no es mía, creo que no es sangre, no estoy herida, nada me duele, pero tengo unas inmensas ganas de morir”. Varios teléfonos comenzaron a sonar a lo largo del tren, eran los    niños, mujeres y hombres perdidos, y salvo el caso del furibundo hombre que se abalanzó hacia el tren, se supo que todos los infectados se encontraban apacibles, con cierta solemnidad en sus voces que me hacía pensar que los irascibles maníacos éramos nosotros, y para acentuar su condición hierática, todos ellos, incluyendo a los niños, querían morir. Morir sin más, sin razón, sin resentimiento, con la convicción de un revolucionario y la entrega con la que un santo muere por una causa, siendo en este caso, la muerte misma la causa y fin. Enmudecimos y sólo podían escucharse sollozos como fragmentos dentro de un denso silencio. La línea de los celulares se había perdido, estábamos llegando a la costa  y el tren disminuyó gradualmente su velocidad.

Corrió la voz de que una mujer se había cortado la garganta en el vagón contiguo y que en vez de escandalizarse, los demás pasajeros de aquel vagón se congregaron a su alrededor con semblante compasivo y armonioso. Hicimos un pequeño mitin en nuestro vagón para asegurarnos de que todos nos encontrábamos con plenos deseos de salir vivos de ese tren  de la muerte. Una vez zanjado ese asunto, analizamos el caso de la mujer y la naturalidad abrumadora con la que habían reaccionado los demás. Nos asomamos por la ventana de la puerta: el aletargado grupo de suicidas seguía adorando la gloriosa figura de la damisela ensangrentada, pero ¿por qué ellos sí y nosotros no? ¿Qué condiciones habían cambiado para que este ubicuo jugador macabro no hubiera lanzado nuestros dados? Una ventana al final de su vagón. Una ventana abierta mecía las cortinas con suavidad y lo que sea que fuese ese líquido rojo, los había alcanzado y la inminente muerte se había anunciado en sus endebles sonrisas.

El tren volvió a parar, habíamos llegado al destino y la playa estaba apenas a 200 metros de la estación. Era una playa en calma, pálida, salpicada de grandes rocas grises acariciadas por tímidas olas azules. Descendimos todos, incluyendo a los desafortunados infectados. La mujer que se había quedado en nuestro vagón se reunió con sus dos pequeños incautos y los apretó con fuerza contra ella. Mi abuela y yo no sabíamos qué decir, qué pensar. Nos paramos una junto a la otra frente al hipnótico mar ingente y ahí nos quedamos un largo rato, hasta que el doloroso golpe de un cuerpo contra una roca seguido de un grito estridente nos despertó. Grupos de personas escalaban las más grandes rocas de la zona para despeñarse sobre las pequeñas y afiladas rompeolas, y así acabar con su vida entre las caracolas y los cantos lúgubres de las ballenas amantes. La mujer con sus dos niños, uno tomado de cada mano, encumbradas sobre una gigante roca sus lánguidas siluetas, una imagen de ensueño que segundos después tintó al mar de muerte, de muerte roja.

Mi respiración se aceleró, mi abuela me tomó del brazo consternada y pronunciaba palabras que se difuminaban con la brisa. Le dije que nos teníamos que ir, que no mirara hacia el mar, que no se detuviera y ahora yo tomándola de la mano, nos conduje hacia un puente peatonal que atravesaba la estación de tren. Subimos con celeridad y nos encontramos con un abismo infinito que conducía al mar. El puente no tenía fin, y el principio  lo habíamos dejado atrás hace mucho. Caminamos sobre la eternidad marina escuchando las voces de las sirenas.

Natasha Muñoz Tejada es integrante del taller de escritura Escribe con Jaquelina.

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Laura

Nada es lo que aparenta…

Desfile de alebrijes en la Ciudad de México. Fotografía de Fernando García Álvarez.

 

Laura

Claudia Marcela Rangel González

Laura estaba tranquila en la cafetería cuando de pronto un fotógrafo de imprevisto disparó su flash ante ella inmortalizando su cara. Laura pensaba en el día de ayer, con el codo recargado en la mesa y su cara posada sobre su mano derecha. Pensaba en que a pesar de que tiene 24 y 2 meses, aparenta 30. Se dejó llevar por las promesas de un mejor futuro que le avecinaban al adquirir un nuevo trabajo en el extranjero, y en menos de dos meses aquellas ilusiones se desvanecieron cual humo, sumando 6 años a su rostro y dejando huellas imborrables donde su cuerpo no recibe el sol.

El vestido Chanel que ahora porta y los aretes negros que cuelgan de sus orejas fueron el pretexto. Aquellos regalos que le dieron en garantía de un futuro mejor, en este momento la acompañan. El vestido se arruga dibujando las flexiones de su cintura. La parte posterior de la falda contiene las arrugas de cada lugar donde ha reposado y los rubíes opacos que parecen estrellas, penden de un cuerpo maltratado. Laura ha tomado su cabello rápidamente en un chongo ligeramente despeinado, y éste delata lucha. Su mirada perdida en la nada y el esbozo de una sonrisa nos cuentan una historia. Ayer Laura luchó y no sabe si ganó. Laura jamás había pensado que matar era algo bueno, pero ayer Laura mató. Asesinó premeditadamente a su captor a cambio de su libertad y la pequeña sonrisa que esboza, es la sonrisa de la justicia. En su ojo derecho, se asoma una lágrima, pero sabe que ni con lágrimas lavará su alma para poder ser la misma y prefiere la sonrisa. Antier veía la libertad incierta, pero ayer con la pistola entre sus manos, decidió hacerse libre. Le disparó a quemarropa a su secuestrador y salpicada de sangre, se desnudó frente al cadáver cual muda de piel la víbora, tomó una toalla, la humedeció en el baño temblando, y frente al espejo se limpió con desprecio las manchas rojas que salpicaban su cara, cuello y brazos. Fríamente se vistió de la promesa Chanel que la llevó allí y se colocó los pendientes de rubí que dieron inicio a su calvario.

Ilustración de Fernando García Álvarez.

Las marcas que ahora vemos en su bello rostro son las marcas que deja la trata de personas. Cada pequeña línea que se dibuja sobre su delicada piel, es marca del envejecer de su espíritu. Del abandono de la mente de su cuerpo mientras la poseían aquellos lujuriosos amantes, que aún no han logrado borrar el rostro altivo y juvenil de Laura.

Hoy Laura al fin, se encuentra inmortalizada en una bella foto en París. El fotógrafo no conoce su historia. Piensa que es una dama hermosa, incapaz de matar. Le entrega su fotografía buscando una propina y ella se observa a ella misma y rompe en llanto. El fotógrafo sin saber por qué, trata de consolarla con sus palabras, agita las manos queriendo atraer su atención y en ese momento cae de su carpeta una foto que Laura al mirarla siente como si una aguja le atravesara del pecho hasta la columna. Se limpia las lágrimas y el moco apresuradamente con su mano derecha, mientras se coloca de cuclillas para recoger aquella imagen. Levanta con delicadeza la foto y los reconoce: es nada menos que el “disque matrimonio” que la sedujo hasta Caraway donde estuvo secuestrada. La foto no es más que un infortunio de la casualidad; Collete y Belmont se encuentran plasmados allí. Laura incrédula y temblorosa, se incorpora y regresa a su silla y observa a Colette un poco más joven, con una mirada sumisa, que parece ser incapaz de matar una mosca. Pero el colguije en su cuello (característico de Colette), refleja sus intenciones. Es una mano negra empuñada que parece golpear o aplastar colgada de una gruesa cadena. Collete ha recibido en su cara ese puño y ha sido un puño aplastante para alguien más. A su lado posando se encuentra su hermano Belmont, que ni en fotografía puede ocultar en su horrible cara, el desprecio ante los demás. En su ojo derecho entrecerrado existe una mirada que agusana y escarba en lo más profundo del alma para obtener algún beneficio. Su mano izquierda, contiene el puño que acostumbra mantener en la mano derecha, y se recarga trágicamente frente al seno de Colette.

Después de mirar durante algunos minutos la fotografía, Laura nuevamente ríe, pero ahora a carcajadas, el fotógrafo desconcertado, no entiende. Laura lo mira seductoramente, le acaricia el rostro áspero y desgarbado, le acomoda suavemente el cabello detrás de su oreja y le susurra al oído con una voz femenina e intimidante: “nada es lo que aparenta”.

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