Literatura

Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag

«Al ver las fotografías de un asesinato o de una crueldad, nos volvemos cómplices de la injusticia…»

Ilustración de Fernando García Álvarez

Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag

Ana Cuandón

Los largos silencios durante una conversación, las lágrimas de repente o esa opresión blanca en el pecho son algunas expresiones sutiles de dolor que pocos reconocen. Acostumbrados al alarido y la sangre, el dolor sólo parece visible cuando escandaliza. La televisión se ha convertido en el escaparate del sufrimiento humano cuando satura sus programas con imágenes que desafían cualquier sensibilidad. Expuestos a este ataque emocional, la comprensión de los acontecimientos se reduce a una mera expectación. Pues en lugar de que cada imagen de dolor sea acompañada por un discurso que nos haga reflexionar sobre ella, un caudal de imágenes de otra índole sustrae nuestra atención y nos obliga a desentendernos de la obligación de pensar en lo que muestran. «Lo que parece insensibilidad tiene su origen en que la televisión está organizada para incitar y saciar una atención inestable por medio de un hartazgo de imágenes. El flujo de imágenes excluye la imagen privilegiada. Lo significativo de la televisión es que se puede cambiar de canal, que es normal cambiar de canal, sentirse inquieto, aburrido. Los consumidores se desaniman. Necesitan ser estimulados, echados a andar, una y otra vez».  Es así cómo, afirma Susan Sontag, vemos la imagen de una decapitación seguida de un gol y antecedida por la boda de una actriz famosa. Dentro de la categoría de entretenimiento, el dolor de los demás nos parece cotidiano e intrascendente. La superioridad del espectador reside en que, al estar distanciado del acontecimiento, puede voltear hacia otro lado la mirada en el momento que decida. Una posible ética del espectador sería, según la novelista y ensayista norteamericana, que el derecho de mirar «imágenes de semejante sufrimiento extremado» se reservara sólo a aquellas personas «que pueden hacer algo para aliviarlo –por ejemplo, los cirujanos del hospital­­– o las que pueden aprender de ella. Los demás somos mirones, tengamos o no la intención de serlo».

            Al ver las fotografías de un asesinato o de una crueldad, nos volvemos cómplices de la injusticia porque somos, casi siempre, testigos incapaces, pasivos. Susan Sontag dedicó gran parte de su obra ensayística, refinada y honesta, a indagar sobre la función que se le da a la imagen del dolor en nuestros días. En primer lugar, confiesa, «las fotografías objetivan: convierten un hecho o una persona en algo que puede ser poseído». En segundo lugar, las fotografías condicionan de tal manera nuestra memoria que el acto de «recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen». Nadie como esta brillante pensadora ha expresado las desastrosas consecuencias espirituales de vivir en un mundo donde la realidad sólo parece ser pues suele ser más relevante la representación de la realidad que su esencia misma. Cierto es que el sufrimiento ha sido un tema artístico que, al menos el catolicismo, ha difundido a través de los siglos, pero en este caso, explica Sontag, «la visión del sufrimiento, del dolor de los demás, arraigada en el pensamiento religioso, es la que vincula el dolor al sacrificio, el sacrificio a la exaltación: una visión que no podría ser más ajena a la sensibilidad moderna, la cual tiene al sufrimiento por un error, un accidente o un crimen». Pensar el dolor como un suceso esquivable nos impide hermanarnos con aquellos que lo enfrentan día tras día, con aquellos cuya desgracia es padecer con la esperanza de una compasión que sólo pocos sienten, y que muy pocos consienten, habituados como están, a verse al otro lado del mundo, donde el pez gordo sigue así porque devora siempre pez pequeño, al que le está más negada la piedad que la suerte.

            Un año antes de morir, en el 2003, Susan Sontag publicó el libro Ante el dolor de los demás. Quién más autorizada que ella para hablar de las víctimas a las que siempre quiso ver de frente y no mediante un televisor, como cuando visitó Atenco, por ejemplo, para poder hablar de lo que las imágenes nos debieron haber dicho.

 

Sontag, Susan. Ante el dolor de los demás, tr. de Aurelio Major, Alfaguara, México, 2004.

 

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