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De la trágica y ridícula leyenda urbana de los malditos perros del infierno

Fue un instante frenético, una brevísima fracción de segundo en la que me pareció ver detrás de los ventanales siluetas de lobos enormes…

De la trágica y ridícula leyenda urbana de los malditos perros del infierno
Fernando García Álvarez
A Memo H. Vera in memoriam

Verano de 1996. La tormenta eléctrica estaba en su clímax, el bosque era un murmullo de relámpagos y ráfagas de agua impulsadas por un viento enloquecido, la noche crecía jubilosa. Nos habíamos reunido a discutir las posibilidades, ahora reales, de un gobierno democrático en la ciudad. El taller profesional de Fotografía “Lola Álvarez Bravo” en la tercera sección de Chapultepec nos daba cobijo.

La energía eléctrica se había cortado, así que la única luz que nos iluminaba estentóreamente era la de los rayos que caían rugiendo en una intermitencia despiadada. El resto era una pesada atmósfera en la que la densa obscuridad nos inmovilizaba como un chapopote viscoso. Los cristales de los ventanales se estremecían como si fueran hojas huérfanas en el vendaval. Algunos aullidos muy lejanos, acaso recordaban el peligro que rondaba la existencia humana en tiempos ya extintos.

Memo H. Vera, al que conocíamos con el alias de Blackiberto, habló desde el fondo del abismo:

-Ñyo me voy, tenñgo que tomar unas fotos manñana temprano.
-Si te vas ahora no habrá mañana para ti- contestó Gerardo con su eterna mueca de muñeca vieja.
-¡Hordas de perros salvajes rondan por aquí, te alcanzarán pronto, tienes que caminar casi dos kilómetros hasta la avenida Constituyentes! - agregué burlonamente.
-¡No mamut elefantitos! – gritó el Blacky sacando el impermeable de su mochila.
-¡Neta Memo aguanta media hora y nos vamos juntos!, esos perros son reales, seguro no lees el periódico -intervino Toño patas de bolillo.
-Sí, soy re pendejo y me chupo el dedo, pinches miedosos, ¡ábreme la puerta¡- ordenó risueño el Blacky.
-En buen plan Blacky, es peligroso que te vayas, te juro que no es broma – insistí.
-Te van a devorar sin prisa y tu alma vagará por siempre en Chapultepec convertida en perro enano del circo chino de pequíiiiinn- le increpó Gerardo, exagerando la deformidad de su mueca.

Entonces un trueno descomunal cimbró nuestra insignificante existencia, alumbrando hasta los últimos rincones con los matices del rojo. Rojo el color de la sangre, el color oficial del infierno, el color de quienes diabólicamente han postrado este país en la esclavitud.

Fue un instante frenético, una brevísima fracción de segundo en la que me pareció ver detrás de los ventanales siluetas de lobos enormes, de pelambre erizada y lomos arqueados explayándose en la penumbra, de sus hocicos rezumaba el odio de toda la eternidad.

Esa revelación me dejó estupefacto.
-¡Aveñr a qué hoñras¡ – gruñó el Blacky, que todo negro en medio de la oscuridad, blandía como espada una pequeña lámpara china de baterías –, y también traigo estñacas para los vampiros- rio sin moverse, como muñequito de plástico.

Invisible en la noche, Gerardo Ortiz nuestro laureado escultor, le hacía también al adivino-¡morirás la muerte más ruin, la más perversa, los seres del bosque maldito darán cuenta de tu carne y de tu alma, ni despojos quedarán!- sentenció antes de estallar en carcajadas.

De repente todos reían como demonios enajenados, sus carcajadas eran grotescas, más que gruñidos eran chillidos, no podía verlos pero podía escuchar sus brincos de alegría en medio de la nada. Eran como aletazos de murciélagos en el pandemónium.

Abrí la puerta; chirrió igualito que en las películas de terror.

Unos minutos después se restableció el suministro de electricidad y la lluvia bajó de intensidad, así que conectamos la cafetera, abrimos otra bolsa de galletas de animalitos y regresamos a nuestros sillones, los aullidos seguían en la distancia. -¿Te acuerdas la vez que fuimos a la fosa común del Panteón Dolores?, los perros habían escarbado más de un metro y se alimentaban de restos humanos, peleaban entre ellos como auténticas fieras por las mejores piezas, hasta hice un dibujo a mano alzada sensacional...

-Sí pinche Gerardo, no sé porqué te acompañé, estuvo muy punk la experiencia, casi nos caemos en la barranca y perdimos los huesos que rescatamos, eso sin descontar a los perros que son enormes, incluso vi un mastín y dos o tres rotwailer- contesté fastidiado.

-Son perros que se escapan de las casas de los ricos de las Lomas y se vuelven salvajes, - completó Gerardo.

-¿De verdad hicieron eso?, - abrió los ojos descomunalmente el Toño patas de bolillo.

-¡Sííí! Está bien cerca si quieres vamos; llegamos caminando como en 20 minutos.

-Estás pero si bien estruspido Gerardo, he leído en el periódico que los indigentes ni se acercan por acá, ellos dicen que han desaparecido varios de sus compañeros en esta zona y culpan a las manadas de perros salvajes ,remató Toño.

-Todo puede ser, o quizá tan solo sea una exageración de la prensa sensacionalista, mañana le preguntamos al Blacky- todos reímos.

-Vas Gerardo, te toca servir el café, el mío con 2 cucharadas de azúcar, ordené.

-y el mío sin azúcar, rapidito y de buen modo-dijo Toño.

El café dejaba escapar un aroma delicioso, era café de altura que había traído de Coatepeque, Veracruz; tostado claro y molido fino, amargo como un adiós, negro  como mi conciencia y dulce como los ángeles. La sala ahora iluminada era cálida y un silencio candoroso nos regodeaba en la plática. Mariposas nocturnas revoloteaban estrellándose en los candiles, uno que otro mayate zumbaba extendiendo sus alas tornasoles.

Fue en ese mismo momento que escuchamos primero un bufido, después un grito aterrador y finalmente el ruido de la cafetera estrellándose contra el piso.

La visión que surgía ante nuestros ojos era seguramente algún pasaje del infierno, una revelación de ultratumba; a unos pasos de nosotros reptaba un ser nauseabundo de increíble tamaño, una especie de lagarto cubierto de fango, escapado de alguna ciénaga apocalíptica, a medida que mi incrédula mirada lo recorría, creía ver esos mismos matices rojos del infierno y el dolor sin tregua.

Mis compañeros aterrados se habían convertido en estatuas, sumergidos en la rigidez de quien ha visto lo prohibido, ni siquiera respiraban, sus desorbitados ojos pedían la ayuda de dios y salvación de su espíritu.

El engendro del mal dejó de moverse, y abriendo las fauces bufó con un lenguaje lejanamente humano y apenas perceptible: ¡hhhhhayyyundenmeppenndejoooosmmeatttaccaronlospeeerroooss!!

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