Arte

El hombre de la cueva

Hay gente que no cree en el Diablo

Nuestros demonios. Ilustración de Fernando García Álvarez

El hombre de la cueva

Víctor Salgado B.

Hay gente que no cree en el Diablo. Algunos creen que su verdadera imagen es la del diablito de la lotería, otros dicen que es un charro negro o un caballero bien vestido, todo depende de dónde se lo encuentre uno. Pero el diablo existe, eso sí. Nunca lo he visto, nunca se me ha aparecido para comprarme mi alma, pero sé que existe. Y no soy el único que lo sabe; casi toda la gente del pueblo tiene la certeza de su presencia en este mundo. ¿Que cómo lo sabemos? Porque por mucho tiempo el Diablo anduvo por estos rumbos, haciendo maldades y causando tragedias. Desde entonces la gente, que ya se estaba olvidando de Dios, regresó a las iglesias; en las plazas se vendían a montones los rosarios y las estampitas de la Virgen, de los santos y de Cristo crucificado; todo mundo rociaba sus casas con agua bendita; y todavía así, el Diablo espantó a muchas personas y hasta se llevó varias almas buenas y malas.

Pero lo más raro (o espantoso) fue lo que le pasó a mi compadre Elpidio, al que ya dábamos por muerto. Sepan ustedes que, aunque mi compadre ya está muy viejo y acabado, nunca se le ha conocido como hombre mentiroso, y mucho menos loco. Sucede, pues, que un día andaba el hombre por la loma del cirián cuidando sus animalitos, cuando una chiva rejega se apartó de las otras y no la podía hallar. Luego de un rato de andarla buscando oyó que bramaba lejos, por el rumbo de las peñas. “Fregada chiva –pensó mi compadre–, ¿cómo fue a dar hasta allá arriba? Ora voy a tener que ir a regresarla.” Y se fue siguiendo los balidos del animal, hasta que llegó a un punto donde el camino se hace monte, trepó unas piedras grandes y alcanzó a llegar a una peña más o menos alta. Ahí ya no escuchó a la chiva bramar, así que afinó el oído tratando de encontrar una señal. No la oyó. Lo que sí oyó fue un rumor metálico que llegaba a través del aire del monte; era como si una pequeña campana repiqueteara sin detenerse. Mi compadre se dejó llevar por la curiosidad y se fue siguiendo aquel ruido extraño, que lo llevó hasta la entrada de una cuevita de tantas que hay por ese lado de la montaña. Se asomó al interior de la cueva y alcanzó a ver una lucecita que se tambaleaba. Al acercarse divisó la sombra de un hombre sentado en una mesa. Era un anciano que, apenas alumbrado por el resplandor de un candil, contaba un montón de monedas de oro, las cuales sacaba de un saco de tela, las contaba despacio, terminaba de contarlas, las echaba al saco, luego las regaba sobre la mesa y empezaba a contarlas otra vez.

–Oiga, Don –le dijo–, ¿qué hace usted aquí?

–Estoy contando mi dinero –le respondió el anciano.

–¿Y para qué lo cuenta tanto? Mejor gásteselo.

–Eso no va a poder ser, amigo. Yo ya no pertenezco al mundo de los vivos. Yo ya estoy condenado.

–¡Hombre! ¿Y cómo es eso?

–Debo decirle que mi historia es muy triste. Hace mucho tiempo yo era un hombre horrible; me gustaba el juego, las mujeres, la borrachera y, sobre todo, el dinero fácil. Un día que estaba jugando a la baraja con unos desconocidos se me acercó un retador, bien vestido, con unas espuelas de plata y con una bonita pistola grabada. Yo le quise ganar en la baraja las espuelas y la pistola, pero él ganó todas las partidas y yo perdí todo mi dinero y hasta mi casa. Luego me dijo “No se apure, señor, yo le devuelvo todo y además, como usted me ha caído bien, le doy todo lo que me pida”. Y yo, como no creí que fuera capaz de hacer tal cosa, le pedí las espuelas, la pistola y mucho dinero, tanto que nunca acabara de contarlo. Aquel que hablaba conmigo esa noche era el mismo Diablo. Me dio todo lo que le pedí y tanto dinero que ya no sabía ni dónde meterlo. Y esa fue la desgracia de mi vida. Yo podía gastarme toda una fortuna en una noche de parranda, pero no podía comprarles un pan a mis hijos porque el dinero se me quemaba en las manos y se hacía carbón. Y ahora estoy aquí, en esta cueva, condenado a contar mis monedas por toda la eternidad y sin poder gastar una sola.

Gráfica urbana en los muros de la colonia Escandón, CDMX. Foto de Fernando García Álvarez.

–Pues ya que usted no las puede gastar –le dijo mi compadre al anciano, luego de escuchar con atención su historia–, démelas a mí para comprarme alguna cosa: un caballo, un buen machete o un par de huaraches.

–Si yo a usted le doy una de estas monedas, una sola, jamás podrá salir de esta cueva. No, mi amigo, no sea ambicioso como yo lo fui. Vaya a su casa con su mujer y sus hijos, y convénzase de que ser pobre es lo mejor que le pudo haber pasado.

Mi compadre Elpidio salió de la cueva reflexionando sobre lo que el anciano aquel le había dicho. Bajó de la peña y cuando llegó a donde había dejado las chivas notó que la que se había perdido ya estaba de nuevo reunida con el rebaño. Agarró su camino y se fue para su casa. Cuando mi comadre Rosa lo vio llegar casi se muere de la impresión.

–¡Elpidio, sigues vivo! ¿Cómo es posible?

–¿De qué hablas, mujer?

–Hace tres años que no sabemos nada de ti.

–¡Cómo que tres años! Si me salí a cuidar las chivas hoy en la mañana.

–Te lo juro por Dios, Elpidio. Hace tres años, el último día que saliste de esta casa, hubo un derrumbe allá en la montaña. La gente que fue a buscarte encontró tu rastro por esos mismo lugares, pero como nunca te hallaron, creímos que las piedras te habían sepultado…

Mi compadre no supo que decir. Entró en su casa, consultó el calendario y se miró al espejo. Efectivamente se veía más viejo que cuando salió de su casa.

Son muchas las historias que la gente cuenta sobre el diablo. Dicen que se llevó a Amalia Gorostieta, una muchacha muy bonita, hija de don Eusebio Gorostieta. Otros dicen que el Diablo causó la muerte del Padre Juvencio, cuando le espantó el caballo y éste lo tiró sobre una piedra. Y hubo un tiempo en que se volvió tan cínico y descarado Satanás, que muchos juran haberlo visto en las fiestas del pueblo, en las peleas de gallos, en las corridas de toros, en los bailes y hasta en algunos velorios. Doña Josefina Gonzaga (a la que le decíamos de cariño “tía Chepa”) un día se lo encontró en la salida del mercado, y, aunque estaba sola la pobre viejita, no le tuvo miedo. Le dijo: “Pinche diablo, déjanos vivir en paz. Ya no nos estés chingando”. Y desde entonces el diablo ya no volvió a aparecerse por el pueblo. Todos dicen que cuando murió tía Chepa se fue derechito al cielo.

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