Arte

El perico de doña Lala

Y el perico obedecía sin hacer caso a nuestras escandalosas risas.

Desfile de alebrijes, Calle de Independencia, Centro Histórico, CDMX.

El perico de doña Lala

Víctor Salgado

Cómo olvidar aquellos años felices de la escuela primaria. ¡Imposible! Recuerdo especialmente tres cosas: la tabla de castigo de la maestra Yolanda, los ojos brillantes y negros de Celia y el perico de doña Lala. Aquella tabla de castigo parecía haber encontrado en mi espalda su lugar favorito; todas las tardes (porque estudiaba en el turno vespertino) la maestra Yolanda me azotaba por causa de algún vidrio roto, una tarea incompleta o por algún chochito lanzado con popote que había perdido su rumbo y había ido a parar en el copete cuidadosamente peinado de la licenciada en Pedagogía Yolanda Vargas Almonte. Afortunadamente, aquella mujer ya no enseña más: dejó la profesión de maestra para volverse vendedora de cosméticos.

Celia era una morenita flacucha con piernas de lagartija que me traía loco. Tenía una hermana tres años mayor que –decían las malas lenguas– ya se había besuqueado con todos sus compañeros de secundaria. Pero Celia era discreta, o más bien tímida, de las que sacaban diez en todo y su mayor ilusión era estar en la escolta. Una tarde le pedí que fuera mi novia y dijo que sí, pero al día siguiente me dijo que ya no. Yo estaba desconcertado. Ya sé que las mujeres tienen comportamientos muy extraños, que es difícil distinguir cuando de veras están enamoradas y cuando solamente tratan de divertirse a costa de un pobre idiota ilusionado; pero en quinto de primaria no era tan experto en cuestiones femeninas, así que Celia me dejó confundido y atontado. Más tarde me explicó que su padre le dijo –más bien le gritó– tajantemente que de ninguna manera permitiría que una hija suya anduviera de buscona con cualquier barbaján, vago y sinvergüenza que la dejara botada cuando saliera con su domingo siete… “Pero podemos ser amigos”, dijo Celia y yo acepté.

Doña Lala vivía exactamente frente a la puerta de la escuela. Todas las tardes ponía una mesa en la entrada de su casa y vendía frituras, congeladas, gelatinas, paletas, chicharrones preparados y una gran variedad de dulces. A todos nos hacía muy felices. Yo procuraba guardar uno o dos pesos de lo que mi madre me daba para gastar a la hora del recreo, pues con eso (benditos aquellos lejanos tiempos) bien que me alcanzaba para darme un festín de lujo. La señora era viuda y ya todos sus hijos habían hecho vida aparte, por lo que vivía sola. Bueno, no tan sola. La acompañaba un perico parlanchín que era toda una atracción. El perico, instruido por un montón de chamacos que no tenían nada mejor que hacer, había adquirido la habilidad de repetir alegres frases juveniles y picaronas, desde saludos graciosos hasta los más rebuscados albures. Nunca faltaba un grupito de niños disparateros que se acercaba al puesto de doña Lala con el pretexto de comprar un boing congelado y, aprovechando la ocasión, hacerle repetir al perico las más novedosas groserías.

–Hola, periquito –le decíamos–. Di “huevos”.

–“Huevos” –repetía el perico, y todos respondíamos con una alegre carcajada.

–Periquito, di “cámara, güey”.

Y el perico obedecía sin hacer caso a nuestras escandalosas risas.

–Perico, a ver, di “mamacita, estás bien buena”.

Definitivamente la pequeña ave estaba dotada de una inteligencia suprema, pues cada vez era mayor su repertorio de picardías y frases propias de los niños que solíamos asistir a las primarias públicas de las colonias populares. Llegó el momento en que ya no era necesario pedirle al perico que repitiera las palabras que le enseñábamos, pues el sorprendente animalito nos veía llegar al puesto y su prodigiosa memoria le hacía entender que era el momento de soltar una alegre oración del tipo “no mames, güey”, “tu mamá es mi novia”, “a ese güey no se le para” o algo por el estilo. Doña Lala fingía molestarse por las muchas ocurrencias del perico mal hablado, pero más de una vez alguien la vio riéndose de las vulgaridades dichas por éste. A veces, al ver que el perico no estaba en su acostumbrado lugar junto al puesto, alguno le preguntaba a la digna señora “doña Lala, ¿dónde metió su pájaro?”

–Chamacos pendejos –contestaba la doña–, a mí no me estén albureando.

Una tarde de verano me di cuenta de que Celia estaba más bonita que nunca, y todavía, muchos años después, no encuentro las palabras precisas para expresar lo que sentí. Fue como si un yo diminuto y vestido de diablo (como en las caricaturas) apareciera en mi hombro izquierdo y me hubiera dicho al oído “ándale, baboso, ahora es cuando. ¡Mira nomás qué chulada!”

Y ahí va el otro de idiota…

–Celia, quieres…

¿A dónde la iba a invitar con los tres pesos que me habían sobrado del recreo? ¿Al cine? ¿Al teatro? ¿A cenar en un restaurante francés?

–Celia, ¿quieres un chicharrón preparado? Yo te lo invito.

Sólo me alcanzaba para uno.

–Bueno, pero vamos rápido. Tengo que regresar temprano a mi casa –fue la respuesta de Celia, y en ese momento el mundo se convirtió en el lugar más feliz y complicado que podría existir.

Nos dirigimos, pues, al zaguán de doña Lala, donde la carismática anciana nos recibió con una formidable sonrisa.

–Hola, niños. ¿Qué van a llevar?

–Denos un chicharrón prep…

–Mamacita, estás bien buena –dijo el perico inoportuno.

Intenté por segunda vez pedir la necesaria golosina del amor.

–¿Nos puede preparar un…?

–Tu mamá es mi novia –intervino de nuevo el animalejo.

Celia se sonrojó, pero no pudo evitar soltar una risita tierna. Yo, que empezaba a desesperarme, hallé consuelo a mis penas cuando vi que Celia se divertía con las vulgaridades del pajarraco. Así que me lancé otra vez al ataque, esperando que la nueva frase del perico fuera más graciosa que las anteriores.

–Doña Lala, nos da un chicharrón preparado, por favor.

–¡A ese güey no se le para! –declaró la majadera ave.

Me sonrojé, y no es que tuviera razón el perico, sino porque Celia y doña Lala parecían ahogarse con sus incontrolables carcajadas. ¡Condenado pájaro! Pero valió la pena: la dulce señora nos regaló dos chicharrones preparados; Celia se divirtió demasiado; y yo, avergonzado y todo, viví uno de los momentos más felices de mi infancia.

Ojalá que Celia, donde quiera que esté, se acuerde de esa tarde de verano…

Clic para comentar

LO MÁS LEÍDO

Copyright © 2021 Terciopelo Negro prensa libre. Hecho por Proyecta 360º.