Arte

Lucrecia

El viento helado surcó una vez más su piel morena…

Nueva gráfica oaxaqueña en las calles de la Verde Antequera (ciudad de Oaxaca, México). Fotografía de Fernando García Álvarez.

Lucrecia

Jaquelina Rodríguez Ibarra

Lucrecia es una india bella. Su tez morena sobresale de entre el resto de mujeres. Llegó sola, cargando únicamente la esperanza de vivir un destino ajeno al que ya tenía seguro en su tierra. Aquel día tocó a nuestra puerta, era casi media noche y creímos su historia. La historia de muchos. El viento helado surcó una vez más su piel morena, el cabello negro caía suavemente sobre sus ojos y su voz apenas perceptible nos pidió un taco o algo de beber. A cambio llevaba las cobijas que no pudo vender durante el día.

Él siempre ha sido generoso con los vendedores que llegan a casa. Les invita agua, fruta y les comparte una silla para descansar mientras ve una a una las cobijas, manteles, miel, queso, en fin, todo aquello que suelen vender. Así fue también con Lucrecia. La invitó a pasar y ella cenó con nosotros. Era una débil e indefensa mujer a la que no podíamos dejar sola en esa fría y sola noche de febrero. Lucrecia se quedó en casa. Al día siguiente desde la ventana de nuestra cocina la vimos lavar su rostro y peinar su larga cabellera negra en los lavaderos. Silenciosa y furtiva, sintió nuestra mirada fija en ella y nos complació con una sonrisa. No se fue. Ese mismo día entre él y yo acondicionamos el pequeño cuarto de servicio que había en la azotea destinado a las visitas pero que generalmente estaba lleno de cajas y enseres que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida juntos. Las mismas cobijas con las que llegó Lucrecia a casa quedaron depositadas en un rincón de la habitación. Mientras, Lucrecia nos cocinó los ricos bocoles de su tierra. Cuando bajamos la mesa estaba puesta para el desayuno, bocoles, salsa, fruta, café. No podíamos pedir más, ella se había encargado de todo. Y así fueron los siguientes días. Lucrecia leía nuestro pensamiento, nuestros deseos.

Fotografía de Fernando García Álvarez.

Lucrecia es una india bella. Una noche que llovía intensamente, Lucrecia bajó las escaleras, desnuda completamente. Estoy segura que danzó para nosotros bajo la luz de la luna y las gotas de lluvia. Al día siguiente nadie habló de lo acontecido la noche anterior. Lucrecia se había convertido en parte de nuestras vidas.

La rutina cansa, la rutina ciega, la rutina mata. Ahora lo recuerdo, su ausencia coincidió con el aroma a jazmín que cada mañana invadía la casa. Nunca supe de dónde provenía, pero me empezaba a molestar. Busqué incluso en la habitación de Lucrecia porque creí que ella lo poseía. Pero no encontré el origen. Fue una sensación de locura, él no estaba, pero el aroma sí. Sentí náusea, dolor y llanto. Me molestaba el servilismo de Lucrecia. Sufría su sonrisa. Me provocaba asco su desnudez de cada noche porque él ya no estaba.

Nunca me di cuenta hasta aquella mañana en que desperté y el aroma ya no estaba. Feliz me paré y mientras recorría la casa el vacío se fue acentuando en mi cuerpo. Sólo dejaron la cama en la que yo yacía y la silla donde se sentó Lucrecia la noche en que llegó. Nunca más los he vuelto a ver. Y aquí sigo, sentada en su silla y esperando verla danzar.

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