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Puente

Recuerdo haber sentido un extraño impulso por cerrar la ventana …

Atardecer en Mazatlán, Sinaloa, México. Fotografía de Fernando García Álvarez.

Puente

Natasha Muñoz Tejada

Terminamos en el largo tren de 7 vagones con rumbo a la costa este. La algarabía era agradable, la gente iba acompañada de sus madres, padres, hijos, hermanos, parejas y amigos y la atmósfera era inmensamente amorosa. Podían verse botellas de vino espumoso sobre las mesas junto a las ventanas; hermosas mujeres y hombres con sus uniformes azul marino, ajustados y sus pequeños gorros, atendían a la gente con una dulce sonrisa, llevando y trayendo platos con comida, alguno que otro jugando con un niño.

Yo iba con mi abuela, me preguntaba trivialidades de la escuela, conversábamos sobre el amor y otros demonios con alas blancas. Era el momento para platicar de nada en particular  y de todo lo que tiene sustancia, porque, a pesar de que el tren era el medio para llegar a esa blanca playa que venía en los flyers, daba la impresión de que el destino final era continuo y se estaba viviendo en esas 7 cajas de acero marchando a 250 kilómetros por hora, y que cuando parara la marcha, también pararían nuestros corazones. El trayecto iba a durar cuatro horas e iría desde el centro, atravesando la pequeña estepa, que en esas fechas del año estaba teñida de castaños, rojizos y rubios, para finalmente desembocar en las purificadoras playas.

Recuerdo haber sentido un extraño impulso por cerrar la ventana de los pasajeros frente a nosotras; afuera la temperatura seguramente era alta pues el sol deformaba el horizonte, sin embargo, un ventarrón empezaba alzar la tierra rojiza y se arremolinaba a los costados del tren. Me levanté de mi asiento y me acerqué a nuestros vecinos de cabina, los saludé con una sonrisa y señalando su ventana les pedí que me dejaran cerrarla, pues amenazaba  la tierra con enterrar sus copas de vino. Sonrieron y tras un suave ademán con los brazos me permitieron cerrarlas minutos antes de que diminutas piedras empezarán a percutir contra los cristales; los demás cerraron sus ventanas también y todo continuó con naturalidad, bebíamos, reíamos y disfrutábamos.

El ventarrón arreció, y grandes manchas de sombra empezaron a cubrir el árido paisaje. En cuestión de minutos la apoteósica atmósfera que habíamos creado empezó a viciarse de un humo invisible que al entrar a mis pulmones produjo una contracción en los músculos de mi rostro que seguramente me hizo ver desesperanzada. Me encontré sumergida en silencio y mientras mi abuela tomaba mis manos por encima de la mesa con una expresión igualmente angustiada, a mi alrededor el resto de los pasajeros en sus respectivas mesas también se miraban consternados hablando el idioma universal de unos ojos rotos de incertidumbre. Gotas caudalosas de lluvia humedecieron la tierra que antes se alzaba a nuestros costados, el tren aceleró haciendo que la lluvia se deslizara sobre la horizontal de las ventanas. Los niños gritaban, a lo lejos se escuchaba el llanto de un lactante y a nuestro costado la amable pareja que me permitió cerrar su ventana, ahora estaban apretados uno contra el otro en un doloroso llanto. El paraíso móvil que habíamos construido en un par de horas se convirtió en un pandemónium en unos minutos.

El tren paró, no sabía qué esperar y el llanto pronto se apoderó de mí sin poder impedirlo. Todos nos levantamos de nuestros asientos de forma instintiva y nos apresuramos hacia las ventanas del lado derecho. Frente a nosotros había una zona de juegos metálicos carcomida por el tiempo; bajo el raudal de la tormenta los oxidados columpios se mecían con fuerza y las dos resbaladillas se convertían en furiosas cascadas de agua que en un segundo se tornaron en ríos de sangre; la tierra cobriza se encendió en un intenso carmín; una película   de sangre cubrió las ventanas y convirtió la cabina en un cuarto rojo. Los aullidos y gritos alcanzaron la cumbre de la desesperación y tras el mórbido coro las luces del tren se apagaron. Fuimos una masa de carne, mocos y lágrimas. Una sola masa y nada más.

Atardecer en Zaachila, Oaxaca, México. Fotografía de Fernando García Álvarez.

Cuando las luces se encendieron, escampó la lluvia roja. Muchos tenían los ojos sellados con lágrimas y otros tantos, con los ojos bien abiertos, comenzaron a mirar bajo las mesas, moviéndose de un lado a otro, gritando nombres: hacía falta gente. Mi abuela estaba a mi lado y al vernos nos abrazamos con fuerza, sin querer soltarnos pues en nuestras cabezas ya hacían eco los nombres que no tendríamos que buscar. Una mujer gritó “¡Camí!” de una forma tan estridente que todos voltearon hacia donde ella estaba con la mirada dirigida al exterior. Nos volvimos a amontonar junto a las ventanas, aquella imagen fue la encarnación  de la desesperanza: niños en los columpios empapados de sangre, gente de pie esparcida a lo largo y ancho del terreno de juegos, inexpresivos, goteando ese denso líquido sobre el charco bajo sus pies. Uno de ellos rompió el estático escenario, demudó en una expresión iracunda, y con un grito bestial se abalanzó hacia el tren chocando contra una rueda dándose así un golpe certero que acabó con su vida. Todos retrocedimos y una vez más regresó el caos. Me apresuré a cerrar la puerta que conectaba nuestro vagón con el contiguo, a lo que una mujer respondió tomándome del cabello y jalándome hacia atrás, sus  hijos habían quedado del otro lado, sin embargo yo no era la única que había pensado en sellar todas las entradas y una pareja de hombres me ayudó a zafarme de sus furiosas manos; entendía su desesperación y aún al recordar la escena desearía no haber sido yo quien cerró las puertas, pues en su lugar las habría mordisqueado como un roedor hasta macerarlas. Tras el repentino palpitar de su temporal pérdida, me volví para buscar a mi abuela que estaba junto con otra mujer y su hija bloqueándole el paso a un adolescente que quería aventarse por la ventana, pues su madre había sido una de las ensangrentadas pasajeras que aún permanecían en insólito estupor al exterior. Los que teníamos a nuestros familiares en el vagón, por suerte la mayoría, retuvimos a los que los habían perdido con la  tremenda carga de saber que ellos pudimos haber sido nosotros.

Un rato después, se aproximaron 12 camionetas grandes y blancas a los familiares rojos. De ellos bajaron una horda de extraños individuos portando tyveks y máscaras de gas. Los primeros se llevaron a los niños de la mano, a otros los cargaron. Algunos hombres fueron escoltados por dos de estos seres sin rostro, y a las mujeres las condujeron rodeándolas con el brazo, con gesto casi fraternal y así, uno a uno, los fueron subiendo a las camionetas. Los gritos al interior de los vagones eran insoportables; madres, hijos, amantes y amigos suplicaban que los dejaran salir. El tren volvió a emprender la marcha.

Dentro de nuestro vagón había cuatro personas que habían perdido un familiar, entre ellos Kevin, nuestro custodiado muchacho de 17 años que habría pasado las vacaciones en la playa de no haber sido por el apocalíptico escenario que había planteado el fatal camino.

Una pareja había perdido a su hijo pequeño y para retenerlos hicieron falta siete personas. Finalmente, la mujer que antes me había tomado el cabello, seguía bajo la supervisión de la pareja de hombres. Nos aproximábamos a la playa, el horizonte lo delineaba un azul intenso y las gaviotas surcaban el cielo próximo, rozaban el mar lejano.

El celular de Kevin empezó a sonar y con un movimiento desesperado sacó su celular del bolsillo y contestó la llamada: era su madre. Le contaba que las habían llevado a una torre grande, muy limpia, que las paredes eran de un grueso cristal y que los agentes que se los llevaron eran investigadores, estaban en unos laboratorios, les habían dicho que querían ayudarlos pues estaban infectados. Kevin lloraba a raudales, le preguntó que si le habían dicho qué había sido aquello y a qué se refería con infectados, ¿infectados de qué? Se acercaron más personas a escuchar la conversación desbalanceada, con los balbuceos húmedos de Kevin y la inesperada serenidad de su madre, “Estoy bien, mi amor. La sangre no es mía, creo que no es sangre, no estoy herida, nada me duele, pero tengo unas inmensas ganas de morir”. Varios teléfonos comenzaron a sonar a lo largo del tren, eran los    niños, mujeres y hombres perdidos, y salvo el caso del furibundo hombre que se abalanzó hacia el tren, se supo que todos los infectados se encontraban apacibles, con cierta solemnidad en sus voces que me hacía pensar que los irascibles maníacos éramos nosotros, y para acentuar su condición hierática, todos ellos, incluyendo a los niños, querían morir. Morir sin más, sin razón, sin resentimiento, con la convicción de un revolucionario y la entrega con la que un santo muere por una causa, siendo en este caso, la muerte misma la causa y fin. Enmudecimos y sólo podían escucharse sollozos como fragmentos dentro de un denso silencio. La línea de los celulares se había perdido, estábamos llegando a la costa  y el tren disminuyó gradualmente su velocidad.

Corrió la voz de que una mujer se había cortado la garganta en el vagón contiguo y que en vez de escandalizarse, los demás pasajeros de aquel vagón se congregaron a su alrededor con semblante compasivo y armonioso. Hicimos un pequeño mitin en nuestro vagón para asegurarnos de que todos nos encontrábamos con plenos deseos de salir vivos de ese tren  de la muerte. Una vez zanjado ese asunto, analizamos el caso de la mujer y la naturalidad abrumadora con la que habían reaccionado los demás. Nos asomamos por la ventana de la puerta: el aletargado grupo de suicidas seguía adorando la gloriosa figura de la damisela ensangrentada, pero ¿por qué ellos sí y nosotros no? ¿Qué condiciones habían cambiado para que este ubicuo jugador macabro no hubiera lanzado nuestros dados? Una ventana al final de su vagón. Una ventana abierta mecía las cortinas con suavidad y lo que sea que fuese ese líquido rojo, los había alcanzado y la inminente muerte se había anunciado en sus endebles sonrisas.

El tren volvió a parar, habíamos llegado al destino y la playa estaba apenas a 200 metros de la estación. Era una playa en calma, pálida, salpicada de grandes rocas grises acariciadas por tímidas olas azules. Descendimos todos, incluyendo a los desafortunados infectados. La mujer que se había quedado en nuestro vagón se reunió con sus dos pequeños incautos y los apretó con fuerza contra ella. Mi abuela y yo no sabíamos qué decir, qué pensar. Nos paramos una junto a la otra frente al hipnótico mar ingente y ahí nos quedamos un largo rato, hasta que el doloroso golpe de un cuerpo contra una roca seguido de un grito estridente nos despertó. Grupos de personas escalaban las más grandes rocas de la zona para despeñarse sobre las pequeñas y afiladas rompeolas, y así acabar con su vida entre las caracolas y los cantos lúgubres de las ballenas amantes. La mujer con sus dos niños, uno tomado de cada mano, encumbradas sobre una gigante roca sus lánguidas siluetas, una imagen de ensueño que segundos después tintó al mar de muerte, de muerte roja.

Mi respiración se aceleró, mi abuela me tomó del brazo consternada y pronunciaba palabras que se difuminaban con la brisa. Le dije que nos teníamos que ir, que no mirara hacia el mar, que no se detuviera y ahora yo tomándola de la mano, nos conduje hacia un puente peatonal que atravesaba la estación de tren. Subimos con celeridad y nos encontramos con un abismo infinito que conducía al mar. El puente no tenía fin, y el principio  lo habíamos dejado atrás hace mucho. Caminamos sobre la eternidad marina escuchando las voces de las sirenas.

Natasha Muñoz Tejada es integrante del taller de escritura Escribe con Jaquelina.

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