Arte

El arte de la resistencia

En América, como en otras latitudes, la acumulación originaria estuvo basada en el despojo de la tierra…

El arte de la resistencia
José Luis Vázquez Flores

El “arte” es una invención de la modernidad. Por supuesto, no me refiero a los sistemas que en todas culturas hacen posible las formas de expresión concretadas en objetos materiales o manifestados en prácticas inmateriales. Lo que inventó la modernidad con relación a esas prácticas fue la categoría de “arte”. No solo eso, paralelamente a dicha categoría, elaboró otra que llamó “civilización” como sinónimo de progreso social en el ámbito urbano, el progreso del ciudadano frente al hombre tribal (Sarmiento: 2007: 219).

Éstos y otros sustantivos son portadores de la ideología que han modificado las relaciones interculturales del mundo y las relaciones de la humanidad con la naturaleza a una escala tal que por primera vez—en un breve lapso de tiempo— nos encontramos ante la posibilidad de una catástrofe planetaria cuya conformación pluridimensional implica, por supuesto, al medio ambiente, los energéticos, los alimentos, las migraciones humanas [y animales], las guerras y la economía (Bartra: 2009), es decir, la cultura en general y las diversas culturas particulares. Al margen, pero bajo la presión hegemónica global, las prácticas humanas relacionadas con la creatividad han explorado caminos diferentes que muestran concepciones y modos de vida alternativos para enfrentar dicha presión y para dar continuidad a esas concepciones incluso contrarias, pero esperanzadoras.

En este contexto, vale preguntarse si esa categoría totalizadora de “arte” puede sostenerse frente a las prácticas particulares de cada cultura, entendidas éstas como una forma de resistencia ante dicho proyecto civilizatorio. Para contestar a esta pregunta, me propongo revisar brevemente los conceptos de arte y civilización como elementos cruciales de dicho proyecto en una perspectiva histórica y, así, poder contrastarlos con las prácticas y concepciones diferentes a la modernidad, en especial, el arte (mal llamado artesanía) de México. Para concluir, analizaré la posibilidad de neutralizar algunos de los daños de la concepción moderna del arte a través de las prácticas interculturales. Para Susanne K. Langer, una obra de arte “es una forma expresiva creada para nuestra percepción, a través de los sentidos o la imaginación, y lo que expresa es el sentimiento humano” que no puede formularse mediante la forma discursiva sino por una vía subjetiva, objetivada en una forma simbólica que sobrepasa la experiencia personal del artista (autoexpresión) y que proyecta, mediante formas dinámicas, la vida interior de sus creadores (s. f.: 23-34).

La pretendida superioridad y complejidad del arte a partir de la organización socio- política que la visión occidental plantea, respecto a otras culturas, también tiene una vertiente hacia el interior de sí misma que configura la visión moderna de lo que es o no es arte. En su primera etapa, a partir del siglo XVIII, los ideales de la Ilustración de universalidad, libertad e individualidad, empiezan a separar la concepción de arte y artesanía. El arte y sus productos son el resultado de un hombre inspirado, un genio, que crea algo bello que genera un placer especial, refinado, que invita a la contemplación: el placer estético, con una función espiritual trascendente. Por lo tanto, su goce y disfrute no se da para todos; también el receptor es un ser refinado, interesado e instruido capaz de captar lo especial de la obra. Poco a poco, los lugares donde se contemplan estas obras no son lugares comunes; ellas van tomando espacios cada vez más relevantes y especiales para su disfrute.

Del otro lado, se colocaron las prácticas y las obras que procedían de otro tipo de hombres, con habilidades (pero sin inspiración) para hacer (no crear) objetos destinados a lo útil, lo necesario, lo ordinario, cuando mucho entretenido (pero no sublime). Estos “artesanos” eran hacedores como los zapateros o los herreros que satisfacían las necesidades utilitarias de la vida diaria. Por lo tanto, el placer se reduce a lo necesario y el lugar donde se presenta la artesanía es el mismo donde se necesita. Se inaugura, así, la diferencia entre Bellas Artes (con mayúscula) y artesanías (con minúscula) y a partir de entonces se crea todo un complejo de instituciones (museos, consejos, secretarías), prácticas (Shiner: 2004: 21-39) y concepciones que refuerzan y consolidan las diferencias entre el arte y vida.

En el proceso de diferenciación del arte occidental, el “arte por el arte”, los artistas modernos “libres” buscan la innovación a través de nuevas reglas formales, la ruptura con la tradición, el aislamiento, la ininteligibilidad de la obra (transformación-representación) cuya oscuridad debe ser interpretada y explicada por expertos, y una inserción en el mercado donde la oferta siempre supera la demanda que, en suma, refuerzan la alienación e incomunicación de nuestras sociedades de masas.

Esta fragmentación en la vida del hombre con el hombre que da lugar a la separación entre el arte y la artesanía también tiene su expresión en la separación del hombre con su medio. La desmitificación de la naturaleza colocó al ser humano y su entorno bajo el escrutinio de la razón instrumental reduciéndolos a la categoría de objetos de estudio (Villoro: 1991: 85-91) hasta llegar, mediante el proceso de la industrialización, al nivel de bienes de consumo, de mercancías (Fromm: 1981: 9-18).

México, como país que surge de un proceso de conquista europea, es un hijo del imperialismo y la globalización que Samir Amin caracteriza en tres etapas de las cuales la Conquista de América fue la primera fase (2001: 1). La cristianización, el racismo, la esclavitud y el genocidio fueron algunos de los instrumentos que utilizaron los europeos para concretar el saqueo de América a costa de los pueblos originarios y de los pueblos africanos traídos acá. Sin embargo, antes de la llegada de los genocidas la diversidad cultural de lo que hoy llamamos México (algunos antropólogos lo llaman Mesoamérica y quizá los habitantes de entonces llamaban Anáhuac a la más grande unidad político- cultural) se extendía desde el sur de los E.U. hasta Nicaragua, es decir, más o menos entre los 25° y 10° altitud norte.

La diversidad lingüística (dieciséis familias), étnica y cultural de entonces mantenía una unidad fundada en torno al cultivo del maíz, pero también al frijol, la calabaza y el chile. Otro elemento, apuntado por Matos (2001: 51-53), es el modo de producción; el autor observa que desde los olmecas hasta la llegada de los españoles la agricultura y el tributo son elementos básicos de una doble explotación: la de una clase sobre otra en la misma sociedad y la de una clase hegemónica sobre otras clases tributarias fuera de su propia sociedad. Por lo tanto, es probable que los procesos de transculturación y aculturación, que ocurrieron durante la colonia, existieran en otros términos, con otros intereses y resultados, previamente a la conquista. Sin embargo, la guerra florida, con todo y sus muertes humanas, no fue de ningún modo una guerra de exterminio.

El contacto, la transmisión, la adopción, la imposición y los intercambios propios de la aculturación mutua también dieron lugar a esa unidad cultural que ya se mencionó y que con la llegada del conquistador dio paso a una nueva diversidad cuya articulación fue forjada y forzada durante las etapas de la colonia, las revoluciones de independencia y agraria de 1910, en una nueva identidad nacional con sus símbolos e instituciones resultantes. En el origen de su conformación oficial, viniera de un bando o de otro (conservadores y liberales), dicha identidad tuvo intenciones homogenizantes frente a la enorme diversidad cultural de los pueblos originarios, encuadrándolos a todos bajo la categoría de indios, primero, y luego de ciudadanos libres.

En América, como en otras latitudes, la acumulación originaria estuvo basada en el despojo de la tierra, en una supuesta libertad individual, en la supuesta igualdad y en el libre mercado, entre otros principios de la modernidad. Pero desde el comienzo del proyecto civilizatorio, la posibilidad de que el ser humano sea responsable de su historia, tanto en lo individual como en lo colectivo (socialmente), ha planteado la contradicción que subyace en la propiedad privada y en la importancia o preponderancia del individuo sobre la colectividad: “la propiedad privada solo existe cuando es exclusiva, esto es, cuando hay quienes no tienen nada” (Amin: 2001: 5). Esta misma contradicción se extiende a todos los ámbitos de la vida moderna, incluyendo el arte occidentalizado, como en México.

Pero a diferencia de ese arte occidental oficial, basado en una identidad construida desde la élite, los pueblos originarios han logrado la supervivencia de sus visiones del mundo y las expresiones que se derivan de aquellas. Estas visiones (no una sola visión) contienen diferencias y comparten elementos afines. Entre estos últimos podemos y debemos observar que el arte no es una práctica que se considere un acto individual, no es una práctica que se encuentre desligada de los ciclos de la naturaleza, no es una práctica que dependa estrictamente de las leyes de la especulación, aun cuando sus procesos impliquen prácticas mercantiles. Tampoco el goce y disfrute de sus resultados son exclusivos de ciertos individuos aun cuando existen especialistas en cada forma expresiva. El lugar de su uso y disfrute no son los museos. Finalmente, en las concepciones de los pueblos originarios, el arte no es un medio o expresión refinada del racismo.

Todas las consideraciones anteriores entrañan una visión antropológica del arte que toma en cuenta la aculturación, la asimilación, la proletarización de los indígenas y, por supuesto, la globalización. Cabe aclarar que los conceptos y los vocablos que nombran al “arte” y al “artista” no existieron en las culturas mesoamericanas, lo cual no quiere decir que no haya existido una actividad y producción de las formas expresivas “estéticas” (este término tampoco existió). Y cabe aclarar que lo mismo aplica para la actualidad.

Bordados de Tenango de Doria, Hidalgo.

Para empezar, la mayoría de las expresiones artísticas de estos pueblos son el resultado de actos y concepciones colectivas, incluso cuando su producción involucra especialistas. Por lo tanto la noción de “autoría” es vaga o innecesaria. El concepto y la necesidad de “originalidad” tampoco tiene sentido aquí, o se entiende de otro modo. Además, los objetos (en su materialidad) se usan y no sirven únicamente para la contemplación. Los objetos y prácticas tienen lugar en los sitios y ocasiones en que su significado es necesariamente colectivo, por lo tanto, nunca se encuentran descontextualizados como las obras de arte occidental (por ejemplo, aquellos que se aprecian como “arqueología” en museos).

Oswaldo Martínez (2007: 54) considera que de los tres billones de dólares que operan en el mercado financiero globalizado, cada veinticuatro horas, el 95% del total se destina a transacciones especulativas, sin ninguna relación con movimientos de bienes y servicios reales. Algo similar ocurre con las obras de arte en ese mismo contexto: las subastas “inflan” artificialmente su valor comercial, dejando de lado sus valores formales. En cambio, para los pueblos originarios y sus producciones el valor de uso y el valor de cambio operan con un resultado diferente. Ya que su concepción, producción, valoración y uso son colectivos, las obras de arte no se encuentran sujetas a la especulación de sus equivalentes occidentalizadas. Esto no quiere decir que no intervengan procesos mercantiles en su producción, como se verá más adelante.

A propósito del valor de uso y el valor de cambio, es necesario recordar el significado que tiene la tierra y los ciclos naturales para los indígenas. Como sociedades con visones agrícolas del mundo, la mayoría de sus prácticas sólo tienen sentido con relación a dichos ciclos y a la siembra con su respectiva cosecha. Este apego a la naturaleza que da sentido a la vida es ancestral y algunas de sus formas han sobrevivido a los quinientos años de modernidad. A pesar de la noción de propiedad privada que el mundo occidental ha implantado y cuyo último golpe a la posesión comunal fue asestado en México en 1992 con la reforma constitucional, el respeto a la tierra se expresa en términos de una sabiduría también ancestral. Baste recordar el Mensaje del gran jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos de América en el año de 1855 ante la petición de compra de la tierra: “¿Quién puede comprar o vender el Cielo o el calor de la Tierra? No podemos imaginar esto si nosotros no somos dueños del frescor del aire, ni del brillo del agua. ¿Cómo él podría comprárnosla?” (2005: 16).

Desde entonces y hasta ahora, en el enfrentamiento de estos pueblos con los estados nacionales por los recursos y territorios “el arte y la visión estética se refieren a una dimensión de la vida colectiva de las comunidades indígenas que es central en la continuidad cultural histórica de los pueblos que estudiamos actualmente.” (Good: 2010: 49). Más aún, para Catharine Good Eshelman, estas prácticas “han sido partes de un campo privilegiado de la adaptación y resistencia colectiva frente a la colonización europea y todos los procesos que implica…” (2010: 49). Para abordar esos procesos es necesario resignificar el concepto de estética. A diferencia de occidente, en donde sobre la percepción de la obra de arte se impone una reflexión filosófica (que junto con la reacción y su gusto se suponen universales), la antropología empieza a considerar la estética más bien como sistemas de ordenamiento de los mundos físicos, sociales, naturales, sobrenaturales, etc., en donde necesariamente se toman en cuenta a los individuos colectivamente, sus relaciones con la naturaleza y los procesos productivos, la organización social, las prácticas rituales y sus percepciones del mundo.

¿De qué manera se materializa la resistencia social frente a la colonización a través del arte? Como ya vimos las obras de arte no son mercancías descontextualizadas con un valor convertible a dinero, más bien su producción y circulación crea relaciones sociales porque en la lógica cultural local la fuerza o energía vital de las personas se transmite en los objetos, mismos que, al mismo tiempo, son documentos históricos y portadores o transmisores de memoria y conocimientos locales. Para ejemplificar lo anterior, tomemos algunos de los casos que Catharine Good nos proporciona con relación a los nahuas del Alto Balsas en Guerrero (2010: 54). La producción de instrumentos musicales personalizados expresa la relación íntima entre el instrumento y el ejecutante, pero dicha relación tiene un carácter social que se concreta en los rituales y oblaciones a deidades y difuntos tanto en la vida útil del instrumento como cuando ya no es posible tocarlo. En estos casos el instrumento puede ser “enterrado” con honores. Lo mismo ocurre cuando el maestro ejecutante fallece. Todo el proceso de concepción, producción, ejecución y término de uso va acompañado de una valoración comunitaria que rebasa su costo mercantil (2010: 54, 55).

El culto a las imágenes religiosas es generador de prácticas creativas que reproducen las creencias sobrenaturales ya que dichas imágenes se consideran personas con gustos y disgustos que establecen relaciones con protocolos estrictos en la confección y arreglo de su ropa, altares, así como en los alimentos, flores, danzas y música ofrecidos. Los santos no solo son interlocutores sino figuras centrales en los relatos fundacionales de sus pueblos y su bienestar asegura el de la comunidad (Good: 2010: 55).

La confección y combinación de la ropa femenina, especialmente con el delantal, constituye un documento y testimonio de las relaciones, los desplazamientos de los miembros de una red social y su actividad comercial. Los delantales se elaboran con diseños intrincados de pliegues de tela y aplicaciones de encajes que requieren de habilidades y tiempo para su elaboración o la participación de costureras reconocidas por su capacidad técnica. Las telas, hilos o encajes son objeto de un seguimiento detallado de las mujeres porque se acostumbra que sean regalos de hombres a las madres, abuelas, nietas, hijas, hermanas, esposas, novias o amantes quienes mantienen en sus conversaciones los datos precisos de su adquisición, procedencia, aplicación y uso (ya en el delantal) en fiestas, compromisos o vida diaria (2010: 57).

El papel amate pintado que producen los nahuas de la cuenca del Alto Balsas de Guerrero es otro ejemplo de formas distintas de concepción y práctica del arte. A principios de los 60’ los nahuas transfirieron los motivos ornamentales del barro al papel de cartulina, primero, y después al papel amate dando lugar a un nuevo género artístico, mismo que se basó en la utilización de conocimientos colectivos. Apoyándose en una ruta comercial que ya habían desarrollado anteriormente para la sal de mar, introdujeron la nueva “mercancía” con un éxito inmediato en mercado turístico. Pero además, utilizaron los ingresos resultantes para la compra de tierras y animales, construcción de casas, inversión en la comunidad y fiestas más lujosas (2010: 58-59). Lo anterior constituye un ejemplo documentado de adaptación pero también de resistencia cultural ante los embates del capitalismo y la globalidad.

Grafica oaxaqueña en los muros de la verde Antequera

Finalmente, quiero referirme al arte de los pueblos originarios como reflejo de la estratificación social en contraposición al arte occidental como instrumento del racismo. En Imágenes de la blanquitud, Bolívar Echeverría da cuenta de cómo el ethos del capitalismo, enraizado en el protestantismo calvinista, impulsó en occidente una “blanquitud” identitaria, expresada en los usos y costumbres blancos, en el blanqueamiento simbólico, en la funcionalidad civilizatoria de los individuos que hace posible la reproducción de la riqueza como un proceso de acumulación del capital, etc., que en el fondo enmascaraba un racismo identitario.

Existió una congruencia de dicho absurdo con las artes plásticas generadas durante del Tercer Reich. El arte moderno de las vanguardias fue tachado de “arte degenerado”, comunista, judío. En su lugar, se pretendió retomar un arte clásico verdadero y bello, insostenible por su retórica. El hieratismo egipcio retrocede en el hieratismo alemán: quisieron congelar los ideales de belleza y heroísmo que permitían al alemán sobreponerse a sí mismo mediante el autosacrificio. Los rasgos arios son llevados a su máxima visibilidad como expresión de superioridad racial. El portador de espada de Breker, niega la sensualidad mediterránea y se instala en la ejemplaridad. Buscaban representar la consistencia moral interior nazi como producto de su sacrificio histórico forjado en el medioevo.

En contraposición, Eugenia Macías Guzmán (2010) nos muestra cómo las prácticas estéticas asociadas a los petlacallis, en Acatlán-Chilapa, Guerrero, son fuente de fenómenos de interculturalidad en los procesos identitarios locales y globales. Los petracallis son albergues para los santos durante semana santa que se encuentran colocados alrededor del atrio de la iglesia y en diferentes puntos del pueblo. A través de las prácticas estéticas para su elaboración, la sociedad acateca expresa el estatus, la situación económica y la experiencia de vida fuera de la comunidad en una franca competencia por medio de mayordomías que, en conjunto, refuerza su identidad pero no es instrumento de discriminación. Su confección incluye pétalos de diversas flores, en especial el cempasúchil de producción local, aserrín coloreado, garzas, tortuga, pescados, pájaros en jaulas, etc. Los encargados de cada petlacalli participan aportando dinero, trabajo en su elaboración, pagoen especie que establecen las diferencias sociales dentro de un mismo grupo y entre diferentes grupos constructores de los otros petlacallis.

En el complejo simbolismo de la combinación de los elementos y en la organización durante la procesión existe una continuidad del vínculo entre lo sagrado, la naturaleza y el mundo humano que incluye los procesos históricos. El término petlacalli se refiere a una petaca, caja o cofre de paja que quizá se usaron para el almacenamiento de provisiones y tributos (2010: 174). En este sentido probablemente exista una conexión con los regalos que Teuhtitle, gobernador de la provincia de Cuetlachtlan, hizo a Cortés y que dentro de la escenificación podría evocar la alianza entre las culturas (dimensión histórica).

Las mayordomías representan a los apóstoles (dimensión sagrada, religiosa occidental), pero también un barrio (dimensión social). La ornamentación de los petlacallis, llamada “Lomento” por los acatecos, expresa el vínculo indisociable entre el ser humano, los otros seres y lugares de la naturaleza y lo divino, que funciona como una forma de resistencia cultural (pág. 180). En cada albergue, Jesús y los santos descansan en un lugar “natural” sacralizado que conecta la cosmovisión indígena con la liturgia católica, en una dimensión que traspone y vincula la vida prehispánica, la colonial y la contemporánea, con prácticas que actualizan y dan continuidad a los ritos a través del uso de cámaras videograbadoras que registran las procesiones, los anuncios comerciales del “paisaje” (como los de “Coca-Cola”) que quedan integrados al petlacalli, así como los objetos que los grupos insertan para mostrar sus viajes fuera de la comunidad. Del mismo modo, los gastos que generan lo petlacallis se solventan mediante la combinación de las tareas agrícolas y empleos permanentes o temporales en sistema laboral occidental (vinculación global).

Estos ejemplos representativos muestran que las prácticas estéticas de los pueblos originarios y sus productos artísticos constituyen una forma de resistencia ante el proyecto civilizatorio de la modernidad pero también un ejemplo alternativo de adaptación cultural, de prácticas interculturales y de integración global. Son expresiones culturales que han resistido de manera efectiva la presión omnipresente y todopoderosa del capitalismo en todas sus formas y que rebasan a la razón instrumental como la única y verdadera forma de concebir el mundo.

REFERENCIAS

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Macías Guzmán, E. (2012). Acatlán-Chilapa. Vida ritual y efectos culturales de la globalización en una población nahua. En Brincando fronteras. Creaciones locales mexicanas y globalización. México. CONACULTA, p.p. 171-214.

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Sarmiento Ramírez, Ismael. Cultura y cultura material: aproximaciones a los conceptos e inventario epistemológico. Anales del Museo de América 15 (págs. 217-236). Madrid (2007).

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Shiner, Larry. La invención del arte. 2004. Paidós. España.

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